martes, 31 de diciembre de 2013

Este año 2013-2014

Mi 13 fue un buen año. Digo, en el balance. Con altibajos, donde los altos fueron bien altos y los bajos no tan bajos y ya no es tan poca cosa. Guste o no, los fines de año tienen esa cosa de reseteo, de fin de una etapa, de comienzo de otra. No tiene explicación racional, es un día más, pero el grueso de la gente lo vive así y yo creo que, de alguna manera, somos parte de un todo y que ese todo a la vez lo fomentamos y nos afecta. Y está bien que algunas cosas todavía nos afecten. Ni bien, ni mal, sucede. Las almas sensibles quizás lo perciben un poco más que otras, pero a todos nos toca en algún lugar. Brindaré por las muchas alegrías de este año y por las tristezas que todos tenemos, asi es la vida. Al fin de cuentas, nadie puede estar arriba todo el tiempo, pero tampoco abajo. Hice esta cuenta para no tener que fumarme pelotudos, sino gente que no te llena los pulmones, ni el corazón de toxicidades sino de cosas que suman. Las que nos hacen pensar, reír, emocionar. Y a veces, por qué no, putear. Siempre elijo la variedad de pensamientos al ghetto que nos mantiene en la baldosita de la que alguna gente elige no moverse un milímetro. Les mando un abrazo fuerte y les deseo un final de año en paz, con la mayor alegría posible, sin meterle demasiada expectativa a esta noche, con más de dejar que fluyan las cosas y que venga lo que tenga que venir, porque siempre es mejor. Les toque lo que les toque, estén donde estén a las 12, recuerden que todo es posible y que la vida te cambia de un día para el otro. Muchas veces para bien, que no somos tan pesimistas en el fondo. Denle la bienvenida al 14, sean felices, hagan lo que les gusta, sigan a sus pasiones y no bajen los brazos. Manden a la mierda todo eso que es carga, que les pesa, que no quieren, que les hace mal. Les deseo que se den cuenta de la diferencia entre una cosa y la otra. Y hagan lo que hagan, les toque lo que les toque, les pase lo que les pase, sepan que todo va a estar bien. Feliz año, pelotudos. Todo va a estar bien. http://youtu.be/Nu2iq2wpkDE

domingo, 8 de enero de 2012

Los Beatles y yo

Fue un domingo, hace mil vidas, cerca de las ocho de la noche. Me acuerdo bien porque en la tele estaban dando “Mork y Mindy”.
Yo debía tener diez años, pero en realidad tenía nueve. Es que nací un año más tarde.
Mi viejo llegó de la calle con un cassette que se empecinó en hacerme escuchar.
Con un pedazo de todo el dolor del mundo dejé de ver uno de mis programas favoritos. En esa época no existía internet, ni videos y esas cosas, y perderse un programa era perderlo para siempre.
El cassette en cuestión era ese de la tapa con un disco dorado y las caras dibujadas de los cuatro Beatles, ubicadas cual polos de una brújula. Sí, el famoso disco de los “20 éxitos de oro”.
Por supuesto que no me interesaba un carajo, que no escuchaba música todavía y que mis referencias musicales eran Nino Bravo, Roberto Carlos y otras tristezas que escuchaba mi vieja. A veces creo que la tristeza la heredé de ella.
Dos años después tomé mis primeras clases de guitarra, tocando Yo vendo unos ojos negros, Zamba de mi esperanza y otros episodios igualmente aburridos.
Compraba la “Toco y Canto”, empezaba a sacar mis primeros Beatles y la vida cambió para siempre.
Mi único fanatismo antes de eso era Racing, el segundo fueron los Beatles y, con ellos, la música.
Y la música no sólo me cambió la vida, la salvó.
Hoy no soy ni la mitad del músico que hubiera querido ser, pero esa pasión comenzó aquél domingo en el que perdí mi episodio semanal de Mork y Mindy, que nunca volví a ver.
¿Qué gané? ¿Qué perdí?
"I don't know, I don't know."

Nota: Dejo uno de los temas de aquél disco.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Nada me hizo reir mas que esto


Primero no experimenté ninguna sensación
(Roberto Fontanarrosa)

Yo caí en la droga a los 18 años. Mentiría si digo que por ese entonces tenía algún problema familiar complicado, o sensaciones de disconformidad o rebeldía. Pero sentía, sí, muchas veces cuando estaba en mi casa con mi familia, con mis padres, una sensación de ahogo, de falta de aire.

Recuerdo que fue mi hermano mayor, Miguel, el que me inició en la cosa, y sinceramente, no sé si condenarlo o no, por esa causa. Éramos muy unidos con Miguel y yo sé positivamente, que todo lo que él hacía por mí lo hacía por mi bien.

Una tarde de lluvia yo estaba en mi habitación y sentía de nuevo esa particular sensación de asfixia. Yo creo, lo he creído siempre, que la especial sobreprotección a la que me sometían mis padres por ser el más chico, no influía en eso. Todos los límites, todas las prohibiciones, toda la enfermiza atención que, especialmente mi madre, depositaba sobre mí, no influía en mi casi permanente ahogo. La cuestión es que Miguel se asomó por la puerta de mi pieza y me llamó. “Vení” me dijo, y me llevó para su pieza. Cuando entramos, cerró la puerta y fue hasta uno de los cajones de su cómoda, lo recuerdo bien. Buscó bajo unos papeles, algunas carpetas (Miguel guardaba recortes de carreras de caballos, siempre le gustaron) y sacó un pequeño gotero plástico, color verde claro tapado con una tapa blanca estriada. “Date con esto” me indicó, mientras me lo alcanzaba. Yo, algo desconfiado, fui al baño y me largué un buen chorro en la fosa derecha de la nariz y enseguida otro en la fosa izquierda. Primero no experimenté ninguna sensación. Quedé, eso sí, con la cara hacia arriba, mirando el techo, cerca de un minuto. No pasaba nada. Cuando bajé la vista hasta enfrentarla con el espejo del botiquín, una gota resbaló desde la nariz casi hasta la boca. Pero el resto de la dosis ya se había metido hacia adentro.

Fui a mi habitación algo desilusionado, lo reconozco, y me senté a esperar. Puse música. No pasaba nada. Seguía sintiéndome embotado, algo me presionaba los tímpanos desde adentro y respiraba dificultosamente por la boca. Mientras esperaba leí las pequeñas letras negras impresas en el gotero: “Lidil adultos” decía. Me dio bronca. Me acosté en mi cama y me zampé dos buenos chorros de nuevo. Cerré los ojos y esperé. Me acuerdo que había puesto “Pirámide” de Pink Floyd. Y de repente, sucedió.

Algo se perforó, en algún lugar de la membrana mucosa comenzó a abrirse un agujero, un canal y por primera vez después de largos días una porción de aire helado me refrescó la garganta. Creo que fue una de las sensaciones más hermosas de mi vida, y eso que yo viví el Mundial.

Me mantuve en éxtasis, tirado en la cama y sólo me levanté para dar vuelta el longplay de Pink Floyd un par de veces. Me daba la impresión que los pulmones podían llegar a reventar y hasta el cerebro se me antojaba despejado y lúcido, cosa extraña, dado que ésas no parecen ser sus características habituales, según mi padre. Y fue mi padre el que entró en la habitación y me encontró así, con los ojos llorosos. Tuve que decirle que la música me ponía así. Me apagó el tocadiscos, pero no me dijo ni sospechó nada.

De allí en más, nunca salí a la calle sin mi gotero de “Lidil 10”.

Tampoco podía conciliar el sueño si el pequeño bidoncito verdoso no estaba detrás del reloj en mi mesa de luz. Me invadía una sensación de paz, de regocijo, tener la certeza de que, aún en la oscuridad, podía estirar la mano y tocarlo. Hubo noches en que me lo olvidé en el baño, creo que fue en mis épocas de exámenes, cuando yo tenía la cabeza en otra cosa. Recuerdo haberme levantado en noches de invierno, y haber cruzado el patio descalzo, sintiendo el hielo que me trepaba hasta las rodillas, para recuperar el gotero olvidado en el botiquín del baño. La perspectiva de pescarme un resfrío me alegraba aún más ya que eso me obligaría darme permanentemente dosis de “Lidil”. Cuando regresaba a mi cama y devolvía el gotero a su puesto de custodia tras el reloj, me dormía como si estuviese protegido por el ángel de la guarda. Creo que desde que estudiaba el catecismo para tomar la primera comunión no experimentaba sensación de beatitud similar.

La que me convenció de saltar al “Dísel” fue Leonor. Era una chica que conocí estudiando inglés en la Cultural. Parece mentira pero los jóvenes que van a esos centros de estudios superiores son los que más fácilmente caen en la cosa. Como los de las clases muy acomodadas. Será por el aire acondicionado.

Con Leonor habíamos ido un día a tomar un café después de la clase y ella se obstinó en explicarme el real significado de la palabra “enough”. Yo accedí porque tenía el secreto propósito de llevármela a la cama. Pero ese día yo había olvidado mi gotero de Lidil y ella notó mi nerviosismo cuando yo metí un pie en su té con limón. Tuve que explicarle mi problema (por otra parte yo respiraba con una dificultad tan angustiosa que a duras penas pude disuadirla de que me hiciera respiración boca a boca). Ella sonrió, sacó de su bolsón un frasquito y me dijo: “Anda al baño y date con esto”. Y me dio el Dísel. Nunca más volví a probar el Lidil. El Dísel me perforó la tráquea como una catarata de ácido. Fue hermoso. Cuando salí del baño aún el efecto de esas gotas me hacía contraer todos los músculos de la cara en visajes y tics de lo más extraños y me saltaban lágrimas de los ojos.

Pero al poco tiempo el Dísel me resultaba poco fuerte. A pesar de que tenía la garganta como una lija y las raíces de mis incipientes bigotes se habían quemado como pasto tras la escarcha, mi membrana nasal me pedía, me rogaba por algo más virulento.

Una tarde, desesperado, me metí en una farmacia a pedir algo que me calmase. Me echaron, porque la farmacia estaba de turno y yo había atravesado la puerta de cristal destruyéndola. Cómo sería mi ansiedad que no me había dado cuenta de eso. Allí me asusté por primera vez; podía haberme cortado. Pero no fue todo mala suerte, el cadete de la farmacia me había visto y seguramente se había percatado de mi aspecto de desesperado y mis labios resquebrajados. No había caminado dos cuadras cuando estuvo a mi lado, con la bicicleta de reparto. Empezó por ofrecerme manteca de cacao para los labios, me dijo que estaban haciendo una promoción.

Pero luego me ofreció un “activo descongestivo rinofaríngeo” e hizo brillar bajo mis ojos un frasco de “Renevadrón 101 Mayores”. Ni sé cuánto me cobró. Pero creo que después de eso se compró una moto. Me pegué con el “Renevadrón” y comprendí que todo lo que había consumido antes era juego de niños. Sentí como si me aspirasen las entrañas, como si me dieran vuelta con los intestinos hacia afuera. Me parecía tener el doble de capacidad pulmonar y flotar en el aire como un globo. El aire que penetraba en turbión por mis fosas, entraba como chiflete por la tráquea y ésta, sensibilizada, respondía con una picazón que me hacía carraspear como un camello. También tosía. Pero la sensación era fenomenal.

Llegué a consumir 22 frasquitos de “Renevadrón” por día. Hubo noches en que llegué a sacar el cuentagotas cobertor y me mandaba el líquido así nomás, salvaje por la nariz. Pasé meses alucinado, buscando un pomo de goma, que mi hermano mayor (no Miguel, sino Antonio) guardaba de antiguos carnavales. Por suerte se le había podrido la goma un día que lo dejó al sol y no servía. Ahora pienso lo terrible que hubiese sido si me hubiese sido factible esa disciplina.

Todo se descubrió un día en que se me había terminado el “Renevadrón” y ni siquiera tenía un pañuelo limpio cerca. Recordé que un médico me había dicho que el jugo de naranja era un buen paliativo para los procesos de resfríos. Exprimí una docena de naranjas y con una sonda me la di por las fosas nasales. Eso es lo último que recuerdo. Después vino el tratamiento, las lavativas y todo eso. Ahora lo cuento con cierta objetividad, pero cuando recuerdo aquellas épocas, no puedo menos que estremecerme. Hubo algunos que no tuvieron tanta suerte como yo. Como el caso de un amigo que llamaré Jorge para no hacer conocer su verdadero nombre, que empezó con las gotas nasales y terminó haciéndose la cirugía estética en la nariz. Ahora se ha alejado de la droga pero parece Elizabeth Taylor con el físico de Richard Burton.

O el triste final de Jorge II (tampoco es su nombre verdadero pero no se me ocurre otro nombre supuesto) quien comenzó combatiendo el resfrío con pastillas anticongestivas. Luego se sumergió en el terrible mundo de las “Sen-Sen”, pasó a las de eucaliptus y ahora los masticables le han hecho pedazos la dentadura.

Yo al menos, pude rehacer mi vida y enfrentar el futuro con cierta seguridad y solvencia. Eso sí, sigo resfriado.

Roberto Fontanarrosa